Por Jorge Luis MARZO | Fuente | 2012.01.16
Foto: En un salón del Instituto de Cultura Hispánica, en Madrid (11 de noviembre de 1951), tras la conferencia de Salvador Dalí en el Teatro María Guerrero. De derecha a izquierda: el poeta Leopoldo Panero (de espaldas), Gonzalo Serraclara (abogado), Manuel Fraga, Salvador Dalí, Antonio Gallego Burín (director general de Bellas Artes), y el crítico de arte Rafael Santos Torroella.
Ni que decir tiene que el esperpento de Dalí hizo las delicias del
público, el cual, entre anonadado y encantado con un acto que rompía con
el aburrimiento de las grises actividades artísticas de la época, se
imaginaba ya de vuelta a la vanguardia. Desde luego, aquel “número” no
había salido de la calenturienta sesera de Dalí. Al contrario, él hizo
el papel de conejo saliendo de la chistera en el primero de una
secuencia de ejercicios de prestidigitación urdidos por quien, con el
tiempo, sería considerado el principal mago de la propaganda del
régimen: Manuel Fraga Iribarne.
Manuel Fraga era, a la sazón, secretario general del Instituto de
Cultura Hispánica (ICH), el organismo que había organizado el acto.
Junto a Leopoldo Panero, Carlos Robles Piquer y Alfredo Sánchez Bella,
Fraga imaginó al ICH como un vehículo idóneo para conseguir que la
dictadura adquiriera una “normalidad” cultural, esto es, para que
ofreciera una apariencia de libre creatividad homologable a la del resto
de países occidentales. Ya desde su fundación en 1948, el ICH había
creado una serie de instrumentos para llevar a cabo esa política. Se
fundó la notoria revista Cuadernos Hispanoamericanos, que sería
dirigida sucesivamente por Pedro Laín Entralgo, Luis Rosales, José
Antonio Maravall y Félix Grande. En 1951, se abrieron las puertas de la I
Bienal Hispanoamericana de Arte en Madrid, organizada “por muy feliz
iniciativa de Manuel Fraga y Alfredo Sánchez Bella”, según las palabras
del historiador y crítico Manuel Sánchez-Camargo, que, en su opinión
“fue el acontecimiento más decisivo de nuestra vida artística casi nos
atrevemos a decir que en siglos […] se dio entrada a los artistas
famosos fuera de nuestras fronteras y olvidados dentro de ellas; se
entronizó el esfuerzo creacional, y se apartó la pintura imitativa,
formularia, fría y pasada. De allí nació ese arte español que hoy
triunfa en el mundo”. En 1952, se abre el Instituto de Cooperación
Hispanoamericana, controlado por Sánchez Bella, Fraga y Luis Rosales,
que se convertirá en una de las principales catapultas del franquismo
cultural hacia los Estados Unidos, con el apoyo explícito de José María
de Areilza, embajador de España en Washington. El ICH, y su creciente
militancia anglófila, pronto será esencial en el acelerado acercamiento
del régimen a los Estados Unidos.
En 1953, Fraga mostró un singular interés por patrocinar el primer
Congreso de Arte Abstracto de la Universidad Internacional Menéndez
Pelayo de Santander, un proyecto gestado por el arquitecto José Luis
Fernández del Amo, pero que Fraga acabará financiando, tutelando sus
contenidos. Aquel congreso, y una gran Exposición Internacional de Arte
Abstracto que se presentó en paralelo, supusieron un notable paso en la
escalada del régimen por ofrecer apoyo a aquellas iniciativas culturales
que pudieran transformar tanto la imagen externa del país, como
convencer al franquismo más ultramontano y casposo de las ventajas
diplomáticas de una apuesta por la vanguardia abstracta, de la que
aborrecía buena parte de la academia, que la consideraba antiespañola:
“¿Es que el arte abstracto puede poner en peligro la personalidad
nacional?”, se preguntaba en 1952 un crítico de arte afín a los
postulados de Fraga: “Un modo de pintar no puede ir en contra de nadie, y
menos cuando esos artistas han demostrado ser españoles hasta la
médula, por grandes rebeldes, por grandes inventores, por grandes
creadores”.
Fraga enarboló la decisiva estrategia del régimen de promover la
vanguardia abstracta, especialmente en los foros internacionales, como
vía para maquillar la realidad social y política de la España de la
década de los cincuenta. El apoyo del gobierno a los artistas
“informalistas” de Dau al Set (Tàpies, Ponç, Cuixart…), del grupo El
Paso (Saura, Millares, Feito, Rivera, Viola, Chirino, Canogar…), de
Chillida, de Oteiza, etc., tuvo como premio la consecución de numerosos
galardones internacionales para estos artistas, y la proyección de un
país en el que parecía que no pasaba nada excepcional. Pero también
comportó dos enormes paradojas, muy duraderas. La primera, propiciar con
enorme astucia el colaboracionismo activo de aquellos creadores con un
régimen del que no se sentían especialmente adeptos, desactivando
cualquier pretensión crítica o molesta que hubiera en las obras o en los
artistas en el nombre de la tradicional rebeldía, visceralidad y
trascendencia del arte español. Esa desactivación ha calado hondo en la
propia historia del arte español: ¿qué pensaríamos si, por ejemplo,
Joseph Beuys hubiera colaborado toda una década con el nazismo? ¿por qué
esta pregunta no nos la hemos hecho en España respecto de aquella
situación? Una pregunta, que temiendo respuestas incómodas –y no
necesariamente condenatorias- no se ha hecho en nuestro país con la
profundidad debida.
La segunda paradoja, íntimamente ligada a la anterior, tiene que ver
con una obsesión de Fraga y de la generación que éste representó en el
marco de la elite del régimen: frente al desastre español en lo político
(del que él, naturalmente, no se sentía responsable), la cultura debía
convertirse en un polo de reunión, comunión y consenso. La cultura debía
estar exenta de ideologías para que fuera -como, desde su óptica,
siempre había sido- el espacio de encuentro entre los españoles. El arte
tendría que referirse sólo a sí mismo, sin referencias externas que
contaminaran su autonomía. Y, de hecho, en las conclusiones del
congreso, redactadas por relevantes figuras del arte como José María
Moreno Galván, Jorge Oteiza, Sebastià Gasch, Alexandre Cirici o Luis
Felipe Vivanco, se puede leer “el arte no tolera concesión alguna a
valor que caiga fuera del arte”. Nos podemos imaginar los rostros de
satisfacción en los despachos del ICH ante estas manifestaciones de los
artistas y críticos de vanguardia, que, a la postre, harán factible que
Fraga y otros promuevan entre las más altas instancias del poder la
asunción de la vanguardia en el seno del siempre precario programa
cultural franquista, y el abandono de las grises estéticas imperiales o
academicistas.
En 1965, Moreno Galván acuñó el término “Generación Fraga” –que
incluía a Laín, Tovar, Ridruejo, Rosales, Panero, Vivanco, Madariaga,
Aranguren, a Vicky Eiroa, a la deportista Lilí Álvarez y a la galerista
Juana Mordó, quien los reunía a todos en sus cenas- y a la que definió
de la siguiente guisa: “Esa gente que no hizo la guerra y, si la hizo,
no se manchó las manos en su sangre. Casi todos ellos, no todos, se
sienten ligados al bando vencedor por muchos lazos: por el de la
catolicidad, por el de una ideología aristocráticamente falangista, por
razones familiares, por todo; pero se sienten al mismo tiempo tenuemente
desligados de la chocarrera gritería de la victoria. Por dos razones
fundamentales: porque les huele mal la sangre corrompida y por
estética”. Se trata de una generación burguesa, bien educada,
estupendamente relacionada, que viaja a menudo a París, a Londres, a
Roma, a Buenos Aires, y cada vez más a Nueva York. Van a misa pero leen a
Sartre, a Camus. Visitan las bienales de Venecia y Sao Paulo, y todos
darían una mano por conocer en persona a Picasso, del que hablan en
todas las tertulias. En cambio, a Dalí, lo consideran un bufón
necesario, pero que no corresponde con los ideales de “modernidad” que
persiguen. En un periódico gallego, una entrevista a Fraga en calidad de
secretario del ICH en 1952 se titulaba así: “Vale más Fraga en mano que
Dalí volando…”. Es una generación en busca de un modelo cultural que
los represente pero que no cuestione su status político y económico.
Persiguen un modelo que solucione la excepcionalidad internacional de
España, sin darse cuenta de que el origen de esa situación está en la
propia dictadura y en el papel que ellos se han dado en la misma. Los
sectores vinculados al ICH anhelan poder transformar el academicismo
artístico en una poderosa corriente de vanguardia que los sitúe en una
posición de igualdad cuando viajen por ahí. Y se lo acabaron creyendo.
Fraga y aquellos agentes culturales “liberales” del franquismo no
conseguirán del todo sus objetivos estéticos –como era de esperar en una
dictadura militar, beata y antimoderna-, pero los indudables éxitos
diplomáticos que se obtuvieron marcarán a fuego lento una constante en
las políticas culturales de la transición y de los años ochenta: la
cultura como un lugar desprovisto de conflicto. De aquellos polvos
vendrán ciertos lodos. Una vez llegue el momento de la “transacción”
democrática, Fraga y muchos dirigentes como él, blandirán su
interpretación consensual de la cultura como modelo efectivo y
antiideológico, y mostrarán el éxito de la política artística franquista
al tratar la vanguardia de los años cincuenta como la mejor carta de
presentación respecto a la viabilidad de un arte hecho por artistas que
se llaman de izquierdas: “porque el arte está por encima de las
ideologías divergentes”.
En 1962, Manuel Fraga pasaría a dirigir el Ministerio de Información y
Turismo gracias a su magnífica carrera de prestidigitador oficial. El
franquismo se hizo burgués y, con ello, la alta burguesía podrá encarar
la realidad de la dictadura sin emponzoñarse en la política. Gracias a
esa simbiosis, la burguesía logrará que la dictadura militar se siga
sosteniendo. El franquismo creó el turismo y triunfó. Benidorm y
Marbella fueron las apuestas claras de un régimen que buscaba fachadas
tras las que ocultar una dictadura. Para que ello pudiera legitimarse,
emplazó el discurso en una terapia social más amplia: la
despolitización. El recurso a la prestidigitación social mediante
términos como “apertura”, “desarrollo” y “bienestar”, abrió la puerta
para que un gran número de personas asumiesen que el turismo era una
escapatoria al sistema, una especie de eslabón en la secuencia de hechos
que ineludiblemente comportaban más libertad. Lógicamente, era una
libertad sin directa impregnación política: una libertad a la que se
podía acceder únicamente desde la despolitización. En esta dirección
podemos comprender el nacimiento de los potentes contextos turísticos de
Canarias, Baleares o la Costa Brava: entornos desarrollados ya no
solamente desde los Ministerios sino desde la iniciativa privada; a
menudo, meramente individual, como es el caso catalán.
Existe una consideración, profundamente anclada en el imaginario
sociopolítico nacional, que dice que el turismo promovió y permitió a
los españoles acercarse a la democracia, aún “a pesar de” la dictadura.
El turismo representó, en el marco de esta visión, un “caballo de troya”
en las anquilosadas estructuras franquistas; un soplo de aire fresco
que canalizó las bases de un sistema plural de derecho: “libre
circulación de personas”, “contacto con el mundo exterior”, “acceso a
nuevos mercados y divisas”, “tráfico de ideas y costumbres”. Al mismo
tiempo, el turismo proporcionó el acceso al bienestar, a la segunda
residencia, al automóvil (Sociedad Española de Automóviles de Turismo,
SEAT), a un espacio público ya exento de conflictos, a las primeras
fortunas y, sobre todo, se legitimó como base financiera de la familia:
la inversión inmobiliaria se convertiría en la garantía de futuro, al
contrario que en el resto de Europa, en donde los capitales familiares
encontraban cobijo en el ahorro, en la industria, en los bancos, o en
las cuentas bursátiles. Además, los intereses turísticos servían de
trampolín o cobertura a los más variados pelajes e intereses políticos.
La burguesía que mantuvo viva la dictadura y que después se hizo
demócrata entendió perfectamente el mensaje lanzado por Fraga y sus
adláteres respecto al arte y al turismo. Mientras las exitosas políticas
turísticas del franquismo se vendieron mediante la apelación al
“bienestar” (cuyos ecos aún se escuchan en boca de políticos como Mayor
Oreja o José Bono), las triunfantes manifestaciones artísticas de los
años cincuenta se justificaron por la “creación de liberalidad” en el
estrecho marco de una dictadura. Ambos artilugios intelectuales se
convirtieron rápidamente a principios de los años ochenta en marcos de
referencia a la hora de legitimar el arte y la cultura como mecanismos
generadores de ciudadanía, como polos de reunión social, y por
consiguiente, desconflictuados. Ese deseado proceso “ciudadano” chocará
en breve con la propia contradicción de sus términos fundacionales. No
se trata de una ciudadanía participante y generadora de política, sino
un ciudadanía basada en el bienestar y en la liberalidad, pero
despolitizada. Ello se ha traducido en un fenomenal negocio. La
industria cultural ha devenido un factor fundamental en la
transformación de los imaginarios y las representaciones sociales, pero
no en la quimérica creación de ciudadanía, que finalmente se ha
convertido en un mero y consensuante consumidor cultural. El valor de la
cultura en España ha producido una comunión extraordinaria de los
intereses de estado -en sus variadas formas-, la iniciativa privada, y
los intelectuales empotrados en el sistema, creando una profunda
interiorización y subjetivación del discurso del poder tanto en
creadores como en consumidores.
En eso, el papel de Fraga Iribarne es esencial e ineludible. Fraga
estaba convencido que la cultura (el arte o el “estilo de vida”, él no
hacía distingos) era la perfecta metáfora de la fuerza social frente a
los vaivenes políticos; que el arte y el turismo espejaban la vitalidad
ciudadana; pero ambos dominios debían expresarse por una clase política
“intérprete” de esa vitalidad, capaz de generar las dinámicas necesarias
para mantenerla y promoverla. En pocas palabras, Fraga legó a la
democracia la manipulación y el secuestro de la expresión cultural del
pueblo que él mismo pretendía celebrar. Convenció a muchos de que esa
expresión, o era sin aristas, o no era. Tanto el arte como el turismo
han devenido iconos de lo nacional, marcas y logos de una identidad
construida a base de pergeñar historias y relatos mediante medias
verdades y números ilusionistas que sólo están al servicio de inversores
financieros y políticos, siempre desinteresados en cualquier cosa que
huela a conflicto. Y al César lo que es del César: eso fue cosa de
Fraga, o al menos, fue quien lo articuló con más pericia.
A la izquierda (la de verdad). Queridos compañeros:
ResponderEliminarComo bien sabeis los salarios llevan años disminuyendo y perdiendo poder adquisitivo. El ahorro de las clases trabajadoras y clases medias o se lo han llevado o se lo están llevando. Desde que empezó la crisis, en septiembre de 2007, alimentarnos nos cuesta un 6,9% más (según el INE). Por la energía del hogar, necesaria para ducharnos, cocinar, no morirnos de frío... nos cobran un 37% más. Por llevarse nuestra basura, incluyendo nuestros excrementos, nos facturan también un 14,6% más. El alquiler del pisito nos supone asimismo un 21,8% más. Y, por último, coger el transporte para ir al trabajo, para ir a la escuela o para ir a la compra, representa abonar un 15,6% más. Es decir, y me repito, nos sutraen un 6,9% más por comer, un 37% más por las energías domésticas, un 14,6% más por los servicios sanitarios, un 21,8% más de alquiler, y un 15,6% más por el transporte. Es decir, y me vuelvo a repetir, tenemos que sumar (no hacer trampas y hallar la media) 6,9% más 37% más 14,6% más 21,8% más 15,6% para saber el total de la subida que nos cobran por lo expuesto. El total resulta abrumador: pagamos por esos bienes y servicios un 95,9% más, con un sueldo menor o sin él. Y para qué mencionar los restantes bienes y servicios de primera necesidad que consumimos.
A finales del 2011 la tasa de riesgo de pobreza entre los ciudadanos de este Estado fue del 26,7%, más de la cuarta parte. A finales del 2010 (del 2011 ni se sabe ni sabrá) las entidades de auxilio social que sirven cama y comida gastaron 11.325 millones más de las antiguas pesetas. Dicho lo dicho, ¿a quién puede extrañar?.
Y el paro aumenta y aumenta. Lo mismo ocurre con el número de personas en desempleo de larga duración que ya no reciven ningún tipo de prestación.
En el entorno rural gallego, los pensionistas que aún pueden trabajar o sus hijos o nietos sin empleo comienzan a recuperar la vieja economía de subsistencia. Aquella que les permitió malvivir mientras los jóvenes se iban a las Américas o a las Germanias. ¡Mi padre emigró con tan sólo 12 años!. Aquella economía que también les permitió malvivir con el tocino de cerdo que muchos Caciques entregaban como pago a jornadas inacabables de trabajo. En esta Galicia de prados y brumas están quemando leña en las calderas de gasoil para sobrevivir al invierno, están andando con suelas de zapatos rotas hasta que llegan las rebajas, están volviendo al trueque de huevos o trabajo por leche para llegar a fin de mes, están... Y sólo lo ve quién quiere verlo.
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